
Myanmar es un mundo contradictorio, cruce de civilizaciones e intereses entre las dos potencias más pobladas del planeta, India y China. La gobierna una dictadura condenada mundialmente, pero cuando en el 2006 recorrí sus principales ciudades y varias aldeas, -a las que solo se podía acceder a pie, en carreta o navegando ríos-, muy pocas veces vi militares.
El poder de los monjes es tan fuerte como el de las armas. Los birmanos hacen el servicio religioso en lugar del militar. La presencia del Buda está en todos los rincones, para adorarlo y producirlo. Myanmar es un gran exportador mundial de figuras religiosas. Los crean y producen en grandes cantidades, en todos los tamaños y materiales, para adornar casas y templos de toda Asia.

Una vez instalado, el miedo te acompaña hasta el último día. En el aeropuerto, los carteles prohíben ingresar o sacar materiales impresos, filmados y una larga lista de cosas, que incluyen antigüedades y figuras religiosas. Pero los funcionarios y agentes encargados de hacer cumplir la prohibición son amables y gentiles, como en pocos lugares del mundo, probablemente no aplican la norma gubernamental sino la tradición cultural de la amabilidad y espiritualidad birmana.
En esa región de Asia, otros países, como Vietnam, Camboya o Laos han superado recientemente guerras de exterminio y genocidios, donde los muertos, torturados y desaparecidos se cuentan por millones. Sin duda ha ayudado una espiritualidad y una convivencia que los lleva a vivir más en el presente que en el pasado, a perdonar más que a castigar, a comprender más que a juzgar y a cumplir su destino más que a quejarse por el entorno. Cada una de esas naciones ha desarrollado su presente, su identidad y estilo propios, acorde con su propia historia y tradición. Myanmar, sin la carga de las naciones del Sudeste, también tendrá que hacer lo mismo.

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